Mrinalini Mukherjee trabajó el mundo de la hebra -y más tarde el bronce y la cerámica- durante la mayor parte de sus cuatro décadas de carrera, creando una extensa obra que fusiona la abstracción y la figuración con influencias de la naturaleza, la antigua escultura india, el diseño moderno y la tradición artesanal y textil local.

En sus primeras obras, tapices de inspiración botánica confeccionados con cuerda natural a principios de la década de 1970, Mukherjee experimentó intuitivamente con la antigua técnica árabe de anudado a mano del macramé, que utilizó durante toda su vida, creando esculturas blandas cada vez más atrevidas y monumentales, que se alzan como divinidades.


Las enormes esculturas de Mukherjee, a veces suspendidas del techo, otras exentas o colocadas contra la pared, adoptan las características de lo vivo: teñidas de naranjas, amarillos y morados vegetales, obras voluptuosas como Rudra, Devi (ambas de 1982) y Vanshree (1994), proyectan la sensualidad humana, con pliegues y protuberancias que se asemejan mucho a los órganos sexuales.